El cielo estaba cubierto de un amarillo brillante y sucio. Puede
que las nubes existieran, pero era imposible verlas. El sol, 20 veces más
grande de lo normal, con un brillo tan apagado que apenas conseguía un claro
reflejo, se asentaba a no más de 3 metros del final del cielo. A la derecha
podías ver como cientos de kilómetros de un prado negro se extendían encima de
un suelo de tierra amarillenta. Los cultivos no se mecían, simplemente
expulsaban un ruido opaco, como si no fuera aire lo que los estuviera rozando. Los
colores naturales habían tomado otro camino, convirtiéndose en amarillos
apagados, brillantes, sucios, o en negros claros y mates. El rojo no parecía
tener un lugar ahí, por no hablar del azul turquesa, verde prado y un sinfín de
colores vivos. Parecía que todo lo referido a la vida se hubiese extinguido de
un soplido. Justo a la izquierda de aquel prado, un océano que antes había sido
azul, pero que ahora estaba coloreado de tinta negra apenas transparente, lo
inundaba todo. Tan sólo una mano de piedra grisácea, con cuatro dedos
extendidos y el pulgar alzándose hacia arriba, asomaba por encima del agua,
como si llevara años ahogándose. Era asombroso colocarse en el lugar preciso,
en el que podías imaginar como aquella mano de piedra agarraba con fuerza un
sol que apenas emitía calor.
-No intentes cruzar esa valla. No lo hagas.
Aquel lugar estaba colmado de incertidumbre, pero era algo
que no parecía ser prioritario. Todo era tan absorbente que lo último que
hubiera pasado por la cabeza de una persona era preguntarse dónde y por qué
estaba allí. Cualquier ser vivo hubiera querido quedar hundido varios metros
por debajo de aquella tinta negra que se asemejaba a un océano, poder correr
con libertad por aquel prado oscuro y ruidoso y acariciar aquel gigantesco sol
que intentaba iluminar la tierra.
-A la derecha, más allá de las espinas negras. Allí está la
valla. No la cruces.
El aire estaba cargado de una humedad demasiado pesada,
demasiado oscura, pero no era incómoda. Quizás no fuera aire, quizás no fuera
humedad, pero no habían otras palabras que pudieran explicarlo mejor. No había
corrientes provenientes de las olas del océano, porque no había marea. Y si la
marea era inexistente, probablemente eso significaría que no había espacio en
aquel amarillento cielo para una luna.
-Aquí termina todo, pero detrás de la valla empieza. No
intentes mirar tras ella, tampoco intentes darte la vuelta. Tras tu espalda se
alza la nada, y una vez que descubras de qué color está hecha, todo se
convertirá en nada.
Y si no había luna, no había estrellas. No había tiempo para
que el sol se ocultase, porque no había tiempo. Los movimientos del océano eran
lentos, casi como si estuviera cansado. El prado tampoco se movía con fuerza, y
el sol no parecía tener ganas de ocultarse bajo las aguas.
-La valla es algo que nos separa, ¿entiendes? Detrás de ella
están todo cuanto amas, está la vida, pero no puedes atravesarla. Créeme, no
puedes.
¿Y por qué? ¿Por qué nada se movía? La Tierra parecía haberse
dormido de golpe, la vida se iba esfumando de todo. El sol no calentaba, el
viento no enfriaba, y la noche no llegaba. ¿Qué era aquello? ¿Un infierno
infinito?
-Puedes luchar el tiempo que quieras contra esta situación,
puedes intentar atravesar cuantas veces quieras aquella valla, pero lo que
tendrás que terminar haciendo es darte la vuelta. Pero piénsatelo bien antes de
rendirte, allí atrás no hay nada. Absolutamente nada.
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